Ser mujer en cuarentena, puf!
Y es que en realidad ser mujer en este aislamiento es mucho más que eso. Para mí es ser madre, esposa, hija, amiga, hermana, trabajadora, todo al mismo tiempo y en el mismo lugar. Y si me queda un poquito de espacio, ser mujer, para mí, solo para mi por un momento.
Hace ya más de 15 días que estoy en mi casa y a pesar de que no he salido ni una vez, hace días que estoy por escribir y no encuentro el momento. Es que ser todo esto, hacerlo bien y con un justo equilibrio es agotador, y después además reflexionar sobre ello se me antojaba angustiante. La realidad es que igual me encontraba pensando en eso cada día al despertarme, antes de dormir o al bañarme.
Vivo con mi esposo (un compañero de fierro) y mi beba de cinco meses. Vivimos en una casa que poco a poco convertimos en nuestro hogar, un lugar acogedor, algo desordenado y no siempre tan limpio como me gustaría, pero nuestro. Lo habitamos. Tener el 100% de mi tiempo para compartir con ellos hubiese sido un sueño, si ese tiempo hubiese sido en libertad. Pero como todo encierro impuesto este no está exento de angustia.
Siguiendo las recomendaciones que circulan en la vuelta nos armamos un cronograma, para mantener la rutina, con horas para que cada uno trabaje (porque obvio en este mundo capitalista si no producís no vales), horarios para los quehaceres domésticos, la comida y hasta ejercicio (cosa que hicimos dos veces en 15 días). Ese cronograma no se cumple casi nunca y a la larga nos agrega un elemento más de estrés.
Pero volviendo a esas ideas que se me cuelan casi siempre en forma inconsciente, más que grandes reflexiones son preguntas. Me cuestiono si es necesario mantenerme tan informada de lo que está pasando, y cuando casi me convenzo de que no lo es, me pregunto si no será negligente de mi parte darme el lujo de no saber, porque pasan cosas terribles, y yo acá aislada en mi burbuja. Entonces me digo que tal vez esto no es para tanto y este aislamiento es absolutamente innecesario, es una forma más de controlarnos, hacernos temer un enemigo que no podemos ver ni atacar, y hacer que la sociedad nos sancione si no cumplimos con la reclusión, sin importar qué otras cosas nos pasan; pero luego pienso, ¿y si estoy anteponiendo mis posicionamientos políticos y filosóficos a una realidad que me explota en la cara y pongo en riesgo a mi familia? Eso no me lo voy a poder perdonar. Y entonces sigo encerrada, ganó el miedo.
¿Pero mi cuidado y el de mi familia valen más que el de otros que hoy no tienen para comer, o pagar un techo, luz y agua? ¿Si no tuviera a mi hija estaría buscando otras formas de ayudar? Y sé que sí, y entonces lloro, porque no me puedo permitir ponerla en riesgo, pero lloro porque en ese mismo acto estoy decidiendo no estar para muchos otros. Otra vez perdí. Perdieron mis convicciones.
Y entonces ya son las 13:00 mi horario de empezar a trabajar. Y entonces armo la oficina virtual: a leer correos, organizar tareas, responder expedientes, completar decenas de controles a distancia. Al tiempo que pienso, que esto no está bien. Que mi casa es mi espacio privado y que nadie tiene derecho a apropiarse de él. Pero tengo un puesto nuevo, en el cual (si bien soy funcionaria pública) no estoy confirmada hasta dentro de casi un año. Y además hago medio horario por lactancia. Entonces, tengo que trabajar. No me puedo hacer la viva, no? Claro que si este concurso lo hubiese salvado un hombre y en el medio hubiese sido padre hoy no tendría todas estas preocupaciones. Y entonces mi hija pide teta, porque como estoy todo el día en casa cada vez pide más seguido. Y la teta es sagrada, si estoy en casa ella es lo primero. Pero después la culpa de los minutos restados a la productividad. Y otra vez a estirar el cronograma.
Y cuando ya es media tarde y termino de trabajar (porque me permito respetar el medio horario que me corresponde), ya en la merienda pienso que no tengo que preocuparme tanto. Que hay gente que de verdad la está pasando mal. Yo tengo una familia hermosa, una linda casa y voy a seguir cobrando mi sueldo. Y entonces caigo en este lugar ya tan común: al final soy una privilegiada. Y me enojo conmigo misma. Tener lo que tengo no es un privilegio. Es un derecho. Todas las mujeres deberían tener eso como mínimo. Y me reprocho esa capacidad de cargar con cosas que no son mi culpa, y el heteropatriarcado que trato de sacudirme y se pega más que el coronavirus.
Pero ya se termina el día y mañana arranco con las culpas frescas y la espalda descansada.
Mariana
Recibido el 3 de abril de 2020.
19:52 hs.
Hace ya más de 15 días que estoy en mi casa y a pesar de que no he salido ni una vez, hace días que estoy por escribir y no encuentro el momento. Es que ser todo esto, hacerlo bien y con un justo equilibrio es agotador, y después además reflexionar sobre ello se me antojaba angustiante. La realidad es que igual me encontraba pensando en eso cada día al despertarme, antes de dormir o al bañarme.
Vivo con mi esposo (un compañero de fierro) y mi beba de cinco meses. Vivimos en una casa que poco a poco convertimos en nuestro hogar, un lugar acogedor, algo desordenado y no siempre tan limpio como me gustaría, pero nuestro. Lo habitamos. Tener el 100% de mi tiempo para compartir con ellos hubiese sido un sueño, si ese tiempo hubiese sido en libertad. Pero como todo encierro impuesto este no está exento de angustia.
Siguiendo las recomendaciones que circulan en la vuelta nos armamos un cronograma, para mantener la rutina, con horas para que cada uno trabaje (porque obvio en este mundo capitalista si no producís no vales), horarios para los quehaceres domésticos, la comida y hasta ejercicio (cosa que hicimos dos veces en 15 días). Ese cronograma no se cumple casi nunca y a la larga nos agrega un elemento más de estrés.
Pero volviendo a esas ideas que se me cuelan casi siempre en forma inconsciente, más que grandes reflexiones son preguntas. Me cuestiono si es necesario mantenerme tan informada de lo que está pasando, y cuando casi me convenzo de que no lo es, me pregunto si no será negligente de mi parte darme el lujo de no saber, porque pasan cosas terribles, y yo acá aislada en mi burbuja. Entonces me digo que tal vez esto no es para tanto y este aislamiento es absolutamente innecesario, es una forma más de controlarnos, hacernos temer un enemigo que no podemos ver ni atacar, y hacer que la sociedad nos sancione si no cumplimos con la reclusión, sin importar qué otras cosas nos pasan; pero luego pienso, ¿y si estoy anteponiendo mis posicionamientos políticos y filosóficos a una realidad que me explota en la cara y pongo en riesgo a mi familia? Eso no me lo voy a poder perdonar. Y entonces sigo encerrada, ganó el miedo.
¿Pero mi cuidado y el de mi familia valen más que el de otros que hoy no tienen para comer, o pagar un techo, luz y agua? ¿Si no tuviera a mi hija estaría buscando otras formas de ayudar? Y sé que sí, y entonces lloro, porque no me puedo permitir ponerla en riesgo, pero lloro porque en ese mismo acto estoy decidiendo no estar para muchos otros. Otra vez perdí. Perdieron mis convicciones.
Y entonces ya son las 13:00 mi horario de empezar a trabajar. Y entonces armo la oficina virtual: a leer correos, organizar tareas, responder expedientes, completar decenas de controles a distancia. Al tiempo que pienso, que esto no está bien. Que mi casa es mi espacio privado y que nadie tiene derecho a apropiarse de él. Pero tengo un puesto nuevo, en el cual (si bien soy funcionaria pública) no estoy confirmada hasta dentro de casi un año. Y además hago medio horario por lactancia. Entonces, tengo que trabajar. No me puedo hacer la viva, no? Claro que si este concurso lo hubiese salvado un hombre y en el medio hubiese sido padre hoy no tendría todas estas preocupaciones. Y entonces mi hija pide teta, porque como estoy todo el día en casa cada vez pide más seguido. Y la teta es sagrada, si estoy en casa ella es lo primero. Pero después la culpa de los minutos restados a la productividad. Y otra vez a estirar el cronograma.
Y cuando ya es media tarde y termino de trabajar (porque me permito respetar el medio horario que me corresponde), ya en la merienda pienso que no tengo que preocuparme tanto. Que hay gente que de verdad la está pasando mal. Yo tengo una familia hermosa, una linda casa y voy a seguir cobrando mi sueldo. Y entonces caigo en este lugar ya tan común: al final soy una privilegiada. Y me enojo conmigo misma. Tener lo que tengo no es un privilegio. Es un derecho. Todas las mujeres deberían tener eso como mínimo. Y me reprocho esa capacidad de cargar con cosas que no son mi culpa, y el heteropatriarcado que trato de sacudirme y se pega más que el coronavirus.
Pero ya se termina el día y mañana arranco con las culpas frescas y la espalda descansada.
Mariana
Recibido el 3 de abril de 2020.
19:52 hs.
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